Derecho & Cambio Social

 
 

 

SIN APELLIDOS
Un relato jurídico… filial

Reynaldo Mario Tantaleán Odar (*)

 


      

Con amor y gratitud eternos a mis padres Joaquín y Carmen, y a mis abuelos Reynaldo y Susana, y Mario y Juana

 

En una de las tantas etapas en las que el ser humano busca explicaciones, me preguntaba a qué se debía el nombre que llevo y por qué no tenía otro.

Escribo esto, sabiendo ahora que el nombre completo está conformado por el nombre o nombres de pila (denominado prenombre) y los apellidos, que en nuestro caso son dos.

Nuestro sistema peruano exige llevar como apellidos el primer apellido del padre y el primer apellido de la madre, de forma que perdura y prevalece el apellido paterno sobre el materno.

Pero, cuando muy pequeño, yo no conocía esto…

 

Mi abuelo paterno tenía por nombre Reynaldo Artidoro Tantaleán Zorrilla, y mi abuelo materno hacíase llamar Mario Odar Sánchez.

Como se podrá ver, mi nombre entero, entonces, es la confluencia del primer nombre y el primer apellido de cada uno de ellos.

La duda que tuviera sobre mis nombres (léase prenombre) casi inmediatamente se disipó.

Y puesto que mis hermanos no tienen los mismos nombres que los míos, logré entender -a mi corta edad- que los nombres los elegían los propios padres para con sus hijos teniendo como referencias los nombres de otros parientes, nombres de moda, nombres del santoral, etcétera.

Y para mi caso, mis nombres estaban plenamente justificados, dado que eran el reflejo de los primeros nombres de mis abuelos. Y era lógico que no pudiera llevar todos sus nombres (me refiero a los prenombres de ambos abuelos) porque el mío se tornaría demasiado largo.

Pero bueno, la gran incógnita surgió cuando revisé mis apellidos y coincidían con la de todos mis hermanos. Mi siguiente interrogante se dirigió a saber si todos los hermanos llevaban o no los mismos apellidos.

Se me podrá objetar que la respuesta -aun a mi corta edad- era obvia. Sin embargo, en mi caso se complicó porque mis padres tenían medio-hermanos, es decir, hermanos tan sólo de padre o tan sólo de madre, que complicaron la simplicidad de la averiguación.

Aun así, no demoré mucho en llegar a la inferencia de que todos los hermanos hijos de los mismos padres llevan el mismo apellido. ¡Oh, gran descubrimiento! podrá decir el lector con aire sarcástico. La pregunta quedó zanjada.

Pero, faltaba algo.

¿A qué se debía que yo llevaba los primeros apellidos de mis abuelos y no, por ejemplo, los de mis abuelas?

¿Por qué no me apellidaba, por ejemplo, Mejía (que era el primer apellido de mi abuela materna), o Carasas (que era el primer apellido de mi abuela materna), o una combinación de entre tantos apellidos?, pues sólo sumando los de mis papás ya teníamos cuatro; con lo que las posibles mixturas de los mismos eran diversas.

A alguien escuché decir que se debía a que, conforme a nuestra tipo de sociedad paternal (o patriarcal o si se prefiere machista), se llevaba en primer lugar el apellido de nuestro papá.

Eso se entendió rotundamente. Entre los apellidos que mi papá y mi mamá me daban iba a ir primero el de mi papá.

Pero la incógnita seguía en pie. ¿Por qué el apellido de mi abuelo y no el de mi abuela por parte de mi padre? –pues mi papá es Tantaleán Mejía-. Y ¿por qué el apellido de mi abuelo materno (Odar) y no el de mi abuela (Carasas) por parte de mi mamá?

Se trataba, entonces, de ubicar “algo” que relacionara en común a mis abuelos con cada uno de mis padres que haya conllevado a que ellos decidieran -creía yo- darme un apellido y no el otro.

En mi ingenuo entendimiento sólo encontré una respuesta: la muerte.

Mi abuelo Reynaldo había muerto antes que mi abuela Susana (ambos padres de mi papá).

Y mi abuelo Mario había muerto antes que mi abuela Juana (ambos padres de mi mamá).

Para esto es necesario denotar que ambas de mis abuelas, para entonces, vivían. Ahora sólo tengo a una de ellas.

Mi conclusión fue contundente:

Un padre pone a su hijo el apellido de uno de sus papás. Ese apellido tiene que ser el del abuelo que primero haya fallecido.

El lector comprenderá que, para entonces, yo supuse que si los padres de mi papá fueron Reynaldo y Susana, y el primero en fallecer fue Reynaldo, mi papá estaba en el deber –por decirlo de alguna manera- de colocarnos a todos sus hijos el apellido de aquél.

De igual modo, en el caso de mi mamá el escenario era semejante. Mi abuelo Mario falleció, y a mi abuela Juana aún la tenemos entre nosotros. Consecuentemente, mi madre estaba en el compromiso de ponernos el apellido que le había dado su padre.

En mi infancia, creí haber dado con la respuesta.

Empero, inmediatamente germinó una nueva incertidumbre: ¿Cómo quieres que se apelliden tus hijos? Me pregunté a mí mismo.

La vida me enfrentaba con una cuestión trascendental. En mi meditación la elección implicaba señalar cual de mis papás iba a morir primero. Si yo decía que mis hijos se apellidarían Tantaleán, declaraba que mi papá fallecería primero. Y si anticipaba que el apellido que daría a mis hijos era el de Odar, asentía que mi mamá nos dejaría antes.

Innegablemente yo no quería seleccionar a quién de los dos se iría primero. Para entonces consideré que se trataba de una elección de ardua deliberación (aún lo juzgo así), y que por eso la gente aguardaba a que la vida misma les dijera qué apellidos correspondería colocar, al arrebatarles al primero de sus progenitores.

Ello también me descifró –en parte- por qué la gente, conforme se avejenta, se acongoja al dejar que sea la “vida” o el “destino” quien decida por ellos.

Me adelanté sobremanera a la época de la elección.

Después de reflexionar mucho, y con un sentimiento de sumo desconsuelo en mi interior, pregunté a la vida: ¿podrían mis hijos quedar sin apellidos?

 

 

 


 

(*Abogado. Conciliador Extrajudicial. Docente de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Nacional de Cajamarca – Perú.

Correo electrónico: yerioma@lienzojuridico.com o yerioma@hotmail.com

 


 

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