Derecho y Cambio Social

 
 

 

NOTAS SOBRE EL DERECHO A LA TUTELA JUDICIAL EFECTIVA (*)

Luis Díez-Picazo Ponce de León (**)


 

VOCES:  DERECHO A LA JUSTICIA. TRIBUNAL CONSTITUCIONAL. JURISPRUDENCIA.

      Si existe un derecho - estrella en el firmamento jurídico -constitucional español actual, este título le corresponde, sin discusión ninguna, al artículo 24 y, en especial, a su párrafo primero donde se dice, como es bien sabido, que todos tienen derecho a la tutela efectiva de jueces y tribunales en el ejercicio de derechos e intereses legítimos sin que en ningún caso pueda producirse indefensión. Seguramente no existirá, no habrá existido, en estos años, precepto tan citado con cualquier tipo de ocasión. El hecho, aunque trivial, merece alguna reflexión. ¿Cuáles son las causas y qué juicio merece el estrellato de este derecho a la tutela judicial efectiva? Ante todo, habrá que decir que el hecho de que nos ocupemos incesantemente de él, debe significar una situación razonablemente buena de las libertades públicas en nuestro país, que no dan lugar a especiales conflictos. La segunda, conocida, causa de la plétora es la conexión del derecho fundamental de que nos ocupamos, en el recurso de amparo. Esta conexión se encuentra en la Constitución misma y no es seguro que los constituyentes tuvieran plena conciencia de los efectos de repercusión que el mecanismo que introducían, iba a tener en la totalidad del sistema jurídico español. Como es sabido, el artículo 53.2 de la Constitución dice que cualquier ciudadano podrá recabar la tutela de las libertades y derechos reconocidos en el artículo 14 y en la sección primera del capítulo segundo (donde se encuentra el artículo 24) ante los tribunales ordinarios, por un procedimiento basado en los principios de preferencia y sumariedad y, en su caso, a través del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. No ha existido ese «procedimiento basado en los principios de preferencia y sumariedad» para recabar la tutela del derecho reconocido por el artículo 24 de la Constitución. La Ley de Protección Jurisdiccional de los Derechos Fundamentales de la Persona, Ley 62/78 de 26 de diciembre, no comprende, dentro de su ámbito de aplicación, ese derecho. Ello significa que si se exceptúa la posible violación por el legislador, toda vez que la eventual violación del derecho reconocido en el artículo 24 de producirse dentro de una actuación jurisdiccional, dentro de ella ha de recabarse la eventual subsanación. Lo reconoce así el artículo 44 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional que habla de violación de derechos imputables de modo inmediato y directo a una acción u omisión del órgano jurisdiccional, para reconocer que puede dar lugar al recurso de amparo, siempre que el derecho se haya invocado formalmente en el proceso, tan pronto como, una vez conocida la violación, hubiera lugar para ello, y que se hayan utilizado todos los recursos en la vía judicial.

      Resulta manifiesto que la conexión entre amparo y derecho a la tutela judicial efectiva origina una especie de producto combinatorio de largo alcance dentro del ordenamiento jurídico nacional. Por la misma razón, resulta asimismo claro que el reconocimiento de este derecho tendría un sentido distinto si no quedara sometido al recurso de amparo o si en nuestro sistema constitucional el recurso de amparo no existiera. Porque debe desde ahora ser subrayado que en nuestro sistema el precepto constitucional y el derecho que reconoce han originado miles de recursos de amparo, mientras que, curiosamente, apenas han suscitado cuestiones de constitucionalidad de la leyes procesales, de modo que habría que sacar provisionalmente la conclusión de que la situación de la legislación procesal ordinaria es razonablemente satisfactoria desde el punto de vista constitucional y que, en cambio, lo que no puede alcanzar ese calificativo es la práctica, a menos de que se prefiera establecer la hipótesis de que se trillan los caminos fáciles y se abandonan o no se siguen otros por una suerte de pereza o de falta de puntual conocimiento, los menos cómodos.

      Contribuye al protagonismo del derecho consagrado en el artículo 24 lo que puede llamarse la tentación de los abogados y de los litigantes de continuar el proceso por otros medios. Y, la verdad sea dicha, tanto el constituyente como el legislador que desarrolló la Constitución en la Ley Orgánica 2/1979 han dado para ello toda clase de facilidades. El derecho puede hacerse valer, como es lógico, en toda clase de procesos y en toda clase de jurisdicciones. La jurisdicción constitucional es gratuita y la habilitación de los abogados es sencilla. Este hecho está produciendo como consecuencia el que, a veces sin más que un vago pretexto, traten de llegar a la justicia constitucional asuntos decididos por un juzgado de Distrito y en apelación por un juzgado de Instrucción (en materia penal) o por un juzgado de Distrito y una Audiencia Provincial (en materia civil).

      Al examinar las causas del aumento incesante de pretendidas vulneraciones de los derechos reconocidos en el artículo 24 de la Constitución no deben dejarse de mencionar las líneas de apertura seguidas por la Jurisprudencia constitucional en algunos momentos. No voy a examinar ahora esa jurisprudencia, ni tampoco a valorarla. Baste señalar que alguna dosis de aperturismo abrió, como consecuencia inevitable, expectativas y esperanzas, de los justiciables y de sus abogados. Todo ello se encontraba (y se encuentra todavía) extraordinariamente favorecido por la dificultad de delimitar la fórmula en la que el derecho se define, que merece indiscutiblemente el calificativo de «cláusula general», con el consiguiente halo de incertidumbre que ello produce. Es manifiesta la diferencia que existe entre los derechos constitucionales con un mayor grado de concreción (p. ej. el derecho de reunión, el de asociación o el de la inviolabilidad del domicilio) y los derechos definidos por cláusulas generales. En estos últimos existe, en grandes dosis, el peligro de que funcione la pura intuición jurídica y de que la vaguedad de la fórmula se perpetúe en la vaguedad de los dicta jurisprudenciales. Frente a ello, hay que predicar la necesidad de llevar a cabo una construcción jurídica rigurosa, haciendo una aplicación, rigurosa también, de los medios de interpretación y de integración. A defender esa línea se dirige el presente trabajo, pues los intentos que hasta ahora se han hecho en la doctrina jurídica española ni son muchos ni pueden considerarse como definitivos. Convendrá así iniciar los pasos necesarios para conseguir alguna dosis de concreción de nuestra cláusula general y no será impertinente que estos primeros pasos consistan en dejar en claro algunas obviedades.

      No obstante lo que la fórmula literal sugiere -tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de los derechos - puede a primera vista afirmarse que el artículo 24 no significa que la Constitución consagre el triunfo final de los derechos subjetivos de carácter sustantivo de que el ciudadano pueda encontrarse asistido. Esto es: si es propietario que triunfe su propiedad y sí es acreedor a que su derecho de crédito se vea satisfecho. Puede considerarse firme la idea, muchas veces repetida por la jurisprudencia constitucional, de que el artículo 24 no consagra el derecho al triunfo de las propias tesis o razones o al éxito de las pretensiones mantenidas ante los órganos jurisdiccionales del Estado.

      La segunda cosa que indiscutiblemente no puede encontrarse en el artículo 24 es una constitucionalización de todas las normas procesales. No todo el Derecho procesal se ha convertido en Derecho constitucional. Me parece que ésta es una conclusión clara que no necesita debate ni demostración. Se ha dicho muchas veces que no toda infracción de normas procesales ordinarias entrañaba por sí sola violación jurídico -constitucional, lo que es especialmente importante en orden a la definición del concepto de indefensión que en el mismo precepto se utiliza.

      En la jurisprudencia constitucional ha sido frecuente, a propósito de los derechos fundamentales y libertades públicas susceptibles de amparo, distinguir entre plano de legalidad y plano de constitucionalidad (o, si se prefiere decirlo de otro modo, cuestión de legalidad y cuestión de constitucionalidad), para hacer objeto de amparo estas últimas y abandonar las otras a la soberanía de los órganos jurisdiccionales. Me parece una distinción poco afortunada. Según el artículo 53.2 de la Constitución objeto de amparo son las libertades y los derechos que están reconocidos en la Constitución, a veces plenamente definidos también por ella, pero en ocasiones desarrollados (cfr. artículo 81) por Leyes Orgánicas. Ello significa, me parece, que el amparo de un derecho constitucional no significa protección o satisfacción del derecho tal como lo reconoce la Constitución, sino también con el desarrollo que le pueden haber dado las Leyes Orgánicas. Hay, pues, un bloque de ordenación de derecho fundamental, que arranca de la Constitución y se extiende a la legalidad de desarrollo, que queda cubierto por el amparo. El problema no es, por consiguiente, la distinción entre legalidad y constitucionalidad, sino entre otros derechos fundamentales con legalidad de desarrollo definida y derechos fundamentales cuya legalidad es inconcreta, que es, cabalmente, lo que ocurre con el que ahora nos ocupa.

      Dentro de estas notas introductorias, me gustaría resaltar la diferente posición que frente al tema se adopta si el punto de vista es predominantemente iuspublicista que si es iusprivatista. El artículo 24 tiene un sentido, en alguna medida claro si se trata de referirlo, por ejemplo, al proceso penal. Así visto, en la perspectiva del acusado o imputado, el artículo 24.1 no es más que un pórtico del artículo 24.2. Tiene, asimismo, un sentido claro cuando se predica una tutela de los derechos o intereses legítimos de los ciudadanos frente a los actos de la Administración. El artículo 24 se encontraría entonces en estrecha conexión con el artículo 103 y con la regla del sometimiento pleno de la Administración a la Ley y al Derecho. Dibujaría, así visto, un ámbito expansivo de la jurisdicción contencioso - administrativa e impediría la creación legal o reglamentaria de zonas exentas del control jurisdiccional. La idea de los derechos e intereses legítimos cobra desde este punto de vista una luz especial.

      El problema, en cambio, se complica cuando el artículo 24.1 trata de ser referido al Derecho privado. Creo -debo decirlo- que esta referencia es necesaria. Sería un error referir el artículo 24 sólo a los procesos penales o a los procesos contencioso - administrativos. Lo que pasa es que referido a procesos sobre temas de Derecho privado lo que parecía encontrarse iluminado, se ensombrece sin remisión. Hemos dicho -y parecía claro - que tutela efectiva en el ejercicio de los derechos no significa triunfo de tales derechos. ¿Qué significa entonces? ¿Qué derechos e intereses legítimos son éstos a los que se acuerda la tutela efectiva de jueces y tribunales? Me parece que, en este terreno, no es posible ya la línea de tendencia expansiva, a que nos llevaba la contemplación del problema desde el campo del Derecho público. Los derechos subjetivos de índole privada están sometidos a la configuración legislativa, salvo aquellos que encuentran especial reconocimiento en la Constitución. Por consiguiente, no existe ninguna razón especial para que el legislador no pueda privarlos de la protección jurídica. En definitiva, no haría otra cosa que degradar en su condición de derechos subjetivos, transformándolos en obligaciones naturales o en algo parecido, pero estaría actuando dentro del ejercicio normal del poder legislativo. No puede decirse lo mismo en los derechos que la Constitución reconoce aunque no haga objeto de amparo, como es el caso sobre todo del derecho de propiedad privada. Creo que en el caso de estos derechos, la tutela jurídica de los mismos no queda a la disponibilidad del legislador. No sería constitucionalmente legítimo ni posible construir, V. gr., un derecho de dominio sin acción reivindicatoria.

      Por la misma razón, los intereses legítimos que pueden recabar tutela jurídica en el caso del Derecho privado son de definición legal y no es posible en este punto llevar a cabo una aplicación directa del texto constitucional. La leyes de Derecho privado llevan a cabo en ocasiones esta definición cuando establecen (por ejemplo, la legitimación para el ejercicio de acciones de nulidad), pero hay que llegar a la conclusión de que en el campo del Derecho privado la legitimación pertenece al titular del derecho o al que se encuentre respecto del derecho en una situación definida por la ley. No hay ex constitutione una legitimación de todos los posibles intereses. Esto es aplicable a los hoy llamados intereses difusos o a los problemas a que da lugar el Derecho de consumidores. Sin previa definición legal mientras que los conflictos se mantengan en el campo del Derecho privado, no hay tutela jurídica posible.

      Para decir la verdad, el resultado de las reflexiones realizadas hasta aquí no es extraordinario. Convendrá por ello tratar de seguir alguna otra vía de investigación. Prima facie puede pensarse en un recurso al Derecho comparado y en un examen de los trabajos de elaboración de la Constitución como mejores vías de acceso a la inteligencia del precepto que nos ocupa.

      Se trata de un derecho que sería vano buscar en las Constituciones más antiguas, si se descartan las garantías del acusado en materia penal a tener un proceso justo. Aparece en la postguerra de 1945 y representa, como ha sido autorizadamente destacado, una reacción vigorosa frente al entonces inmediatamente reciente pasado autoritario. La condena de las legislaciones de excepción, que habrían suprimido o mermado gravemente los derechos civiles individuales, suministra una clave interpretativa muy importante. La constitucionalización de un derecho a la tutela judicial de los derechos, según la expresión utilizada por Mortati, desarrolla una idea dominante en las Constituciones nacidas de las trágicas experiencias de la época inmediatamente anterior al conflicto mundial, sobre todo plasmados en procesos penales que no pasaban de ser simulacros y en la creación de zonas de actuación administrativa inmunes al control jurisdiccional. Como derecho de acceso a los tribunales, se reconoció en la Constitución japonesa de 1946. En la Constitución italiana de 1947, en un artículo que curiosamente es también el 24, se contienen las cuatro siguientes proposiciones: a) todos pueden actuar en juicio (agire in giudizo) para la tutela de sus propios derechos e intereses legítimos; b) la defensa es un derecho inviolable en cualquier estado y grado del procedimiento; c) se aseguran a los desfavorecidos, con instituciones adecuadas, los medios para demandar y defenderse en cualquier tipo de jurisdicción; d) la ley determina las condiciones y los medios de reparación de los errores judiciales. Algunas de las semejanzas entre los artículos 24, el italiano y el español, son notorias. Diferente es en cambio su campo de acción, pues en la Constitución italiana no existe recurso de amparo y, por consiguiente, la vía de defensa de las reglas contenidas en el precepto tienen que encauzarse a través de la cuestión de constitucionalidad.

      En la Ley Fundamental de Bonn el apartado 4º del artículo 19 contiene la enumeración de lo que se ha llamado la protección jurídica o también la efectiva protección jurídica. En el precepto se dice que si alguien es lesionado en sus derechos por un poder público está abierta para él la vía jurídica (Rechtsweg). El precepto añade que si no se establece una competencia distinta, la vía judicial y el procedimiento son los ordinarios. El precepto se refiere, inicialmente, a la lesión de los derechos reconocidos por un poder público, pero la doctrina y la jurisprudencia han extraído sin demasiadas dificultades la conclusión de que el artículo 19-4º proyecta su eficacia a los procedimientos en general. Por último, convendrá citar las normas del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 19 de diciembre de 1966, ratificado hoy por España, que el artículo 10 de nuestra Constitución tiene en cuenta para interpretar sus propios preceptos en lo relativo a derechos fundamentales y libertades públicas. Es verdad que los derechos de orden judicial que en el Pacto se protegen, son fundamentalmente los relativos al proceso penal. Sin embargo, el artículo 24.1 dice que «toda persona tendrá derecho a ser oída públicamente y con las debidas garantías por un tribunal competente, independiente e imparcial, establecido por la ley, en la substanciación de cualquier acusación de carácter penal formulada contra ella o para la determinación de sus derechos u obligaciones de carácter civil». Derecho, pues, a la audiencia en justicia y derecho a la publicidad del juicio, aunque ésta pueda, en algunos casos y con justos motivos, resultar restringida. Del mismo modo, en el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, hecho en Roma el 4 de noviembre de 1950 y enmendado después por algunos protocolos adicionales, el artículo 6, en su párrafo 1º establece que «toda persona tiene derecho a que su causa sea oída equitativa y públicamente y dentro de un plazo razonable, por un tribunal independiente e imparcial, establecido por la ley, que decidirá los litigios sobre sus derechos y obligaciones de carácter civil o sobre el fundamento de cualquier acusación en materia penal dirigida contra ella».

      Tras este breve recordatorio de Derecho Comparado, podemos adentrarnos ya en el examen de los trabajos preparatorios de nuestra Constitución. En el Anteproyecto, el artículo 24 recibió una redacción, que era en algún modo distinta de la que finalmente se consagró. El artículo 24 tenía entonces cuatro párrafos, de los cuales el tercero y el cuarto se corresponden al actual artículo 25. El párrafo segundo con alguna pequeña variación coincide con el actual párrafo segundo del artículo 24. Decía: «Asimismo todos tienen derecho al juez natural, a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser informado de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prueba convenientes para su defensa, a no declarar contra sí mismos y a la presunción de inocencia». No es necesario ni oportuno detenernos ahora en la exégesis de este apartado. Limitémonos al primero.

      En el apartado 1º del artículo 24 del Anteproyecto se decía: «Toda persona tiene derecho al acceso efectivo a los tribunales para la tutela de sus derechos e intereses legítimos sin que en ningún caso pueda producirse indefensión». Fue un precepto escasamente enmendado y escasamente discutido. Una primera enmienda, suscrita por don Antonio Carro Martínez, proponía el siguiente texto: «Toda persona tiene derecho al acceso efectivo a los tribunales para la tutela de sus derechos e intereses legítimos. En ningún caso puede producirse indefensión, ni ignorar la presunción de inocencia». La enmienda añadía que debían suprimirse los párrafos posteriores por no tratarse de materias propiamente constitucionales. Don Alberto Jarabo Payá, de Alianza Popular, propuso una enmienda al artículo 24.2, pero sin tocar el 24.1 Pretendía conseguir, según decía, una mayor claridad terminológica, sustituyendo el concepto de juez natural, que consideraba confuso y sin raigambre en nuestro Derecho, por la expresión Juez o Tribunal competente. Proponía también que la información de la acusación se hiciera de manera clara, sencilla y comprensible. Existió por último (creo que no hay ninguna otra) una enmienda de don Laureano López Rodó, como los anteriores, enmendante de Alianza Popular. López Rodó proponía la siguiente redacción: « 1. Toda persona tiene derecho al acceso efectivo a los tribunales para la tutela de sus derechos e intereses legítimos en las condiciones establecidas por las leyes procesales. 2. Nadie podrá ser condenado sin dársele la oportunidad de ser oído y vencido en un juicio contradictorio regido por los principios de imparcialidad de los jueces e igualdad de las partes. 3. Se reconoce el derecho a la defensa y a la asistencia de abogado». justificaba el señor López Rodó su enmienda diciendo que el texto propuesto en el Anteproyecto era una mezcolanza de principios inconcretos que no tenían sentido alguno sin un desarrollo legislativo y que a menudo podrían suponer una extensión no prevista por los legisladores.

      La enmienda de López Rodó fue discutida en la Sesión de 22 de mayo de 1978. El enmendante decía que el objeto de su enmienda no era otro que ofrecer a la Comisión una redacción más concisa de los diferentes apartados que trataban de incluirse en el artículo 24 sin que existiera discrepancia en cuanto al fondo. En el apartado 1º lo más significativo era la adición de la frase «en las condiciones establecidas por la leyes procesales». Evidentemente, decía el enmendante, existen unos presupuestos procesales, como son la personalidad de las partes, la competencia del Juez, la no litis pendencia, que puede en determinados casos impedir este acceso a los tribunales. Por tanto, no puede redactarse este precepto en términos absolutos sin hacer esa salvedad de las condiciones establecidas en las leyes procesales. La discusión fue breve y muy poco iluminadora. En nombre de la ponencia habló el señor Roca Junyent que no dijo nada en punto al artículo 24. 1, salvo que se mantenía sin modificación, y en nombre del grupo socialista intervino el señor Peces-Barba Martínez, que insistió especialmente en el apartado segundo del artículo, diciendo que se refiere al proceso penal, pero no expresó ninguna opinión especial, salvo la broma de que el señor López Rodó había metido en el sombrero el artículo 24 y había sacado del mismo un conejo más delgado (!). La enmienda fue rechazada y el texto de la ponencia sobre el derecho de acceso a los tribunales quedó aprobado. Se pasa así a la discusión en el Senado.

      En el Senado hubo una enmienda, la 709, que presentó la Unión de Centro Democrático aunque puede fundadamente sostenerse que era una «enmienda consensuada» con el Partido Socialista. La enmienda proponía una nueva redacción de los apartados 1º y 2º del artículo 24, que es ya la redacción definitiva: «Todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y Tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos sin que; en ningún caso, pueda producirse indefensión». La justificación de la enmienda era absolutamente lacónica: «Parece más correcta la redacción propuesta tanto por su precisión terminológica como porque la asistencia es previa a la defensa (con una alusión en torno a la modificación e introducción en el párrafo 2º:«a la asistencia y a la defensa de letrado»). Sobre la enmienda versó, en algún momento, la Sesión de 25 de agosto de 1978. Y digo esto porque no se puede decir que hubiera debate.

      No me resisto a transcribir el Diario de Sesiones.

      

      «El señor Presidente: Continuamos la discusión. Artículo 24, a cuyo apartado 1 hay una única enmienda, de UCD, con el número 709. Tiene la palabra el portavoz de UCD, señor Jiménez Blanco.

      El señor Jiménez Blanco: Es, simplemente, creemos, una mejor redacción. En lugar de "Toda persona tiene derecho al acceso para la tutela", decir: "Todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los tribunales". Lo demás es prácticamente lo mismo.

      Se trata, como digo, de una simple mejora de redacción, y se podrá poner a votación directamente, si lo estima conveniente la Presidencia.

      El señor Presidente: Se pondrá directamente a votación, sin debate, por cuanto es una enmienda de estilo».

      ¡Era una enmienda de estilo! Sin embargo, se había pasado de reconocer, constitucionalmente, el derecho al acceso a los tribunales a consagrar un derecho a la tutela judicial efectiva, con un salto cualitativo, que quedó sin justificar.

      La conclusión a la que nos conduce el examen de los trabajos parlamentarios de elaboración de la Constitución, dada la parquedad del debate, es sólo negativa. Los constituyentes españoles, al sustituir la fórmula inicial, que consagraba un derecho de acceso a los tribunales de justicia, por otra distinta, quisieron llegar más allá de un puro derecho de acceso a la justicia. Es verdad que éste se encuentra englobado en el artículo 24, que, en este sentido, reconoce lo que algún sector de la doctrina procesalista denomina «derecho a la jurisdicción», entendido en un doble sentido. Ante todo, como un derecho constitucionalmente consagrado a que la tutela jurídica, en la defensa de derechos e intereses, sea impartida por jueces y Tribunales. Lo que significa, en sentido contrario, la exclusión de la posibilidad de confiar tal tutela a órganos distintos. Además, el derecho de acceso a la justicia puede entenderse como limitativo de la posibilidad de establecer obstáculos que impidan dicho acceso o que lo dificulten extraordinariamente. En este sentido, los temas de capacidad procesal y de legitimación, los de depósitos y fianzas previas para entablar acciones y recursos o los relativos a la defensa de los económicamente desfavorecidos, son temas de indiscutible relevancia constitucional.

      Resta, sin embargo, el problema central. Se ha querido ir más allá de un puro derecho de acceso a la justicia. ¿Hasta dónde se ha querido llegar? En la jurisprudencia constitucional, para resolver este interrogante, se ha consagrado una fórmula que parece haber gozado de un cierto favor. Se trata de la idea de que el contenido del derecho que el artículo 24.1 de la Constitución establece, consiste en el derecho a una sentencia de fondo, jurídicamente motivada. Esta conclusión (que seguramente procede de algunas elaboraciones doctrinales realizadas con preocupaciones diferentes de la de la exégesis de nuestra Constitución), plantea algunos problemas de solución muy difícil. Ante todo, se encuentra el hecho de que el carácter jurídicamente motivado, o jurídicamente fundado, de las sentencias no se encuentra en nuestra Constitución en el artículo 24, sino en el artículo 120.3, con la consiguiente extensión del amparo constitucional más allá del marco del artículo 24 y el peligro de activismo judicial que ello genera. El segundo, y quizá todavía más difícil problema, se refiere a los casos en que la actuación jurisdiccional o procesal concluye por resolución diferente de la sentencia, bien por no darse los requisitos procesales para que la sentencia recaiga o bien por otro tipo de razones. Por ello, la citada línea de doctrina jurisprudencial del Tribunal Constitucional se ha visto obligada a matizar diciendo que el derecho a la sentencia de fondo se produce sólo en línea de principio y que por excepción el derecho puede quedar satisfecho con una resolución de inadmisión, cuando se den los requisitos necesarios para ello, si bien quedando en este caso reservado al enjuiciamiento del Tribunal el carácter de tales requisitos y su proporcionalidad. La idea de la sentencia de fondo como principio y la resolución de inadmisión como excepción nace -una vez más - de la contemplación de la jurisdicción contencioso -administrativa, pero explica mal actividades jurisdiccionales de otro signo. Explica mal que haya procesos cuya conclusión normal sea el auto (v. gr., la acción hipotecaria en el artículo 131 L.H.) y deja sin explicar el derecho del querellante en el proceso penal, problema respecto del cual numerosos autos del Tribunal han tenido que decir que no existe contenido constitucional en demandas de amparo sí una querella fue inadmitida por no reconocerse carácter delictivo en los hechos o si después de practicadas las diligencias sumariales fue sobreseida. Estas reflexiones, unidas a la idea de que se puede considerar firme, como al principio ya se expuso, el que no se encuentra constitucionalizada la efectividad de los derechos subjetivos de carácter sustantivo o de fondo, porque no hay un derecho constitucional a la sentencia favorable, me llevan a la conclusión de que el derecho que establece el artículo 24 en su párrafo primero debe configurarse como derecho a la prestación jurisdiccional. Es el derecho a una actividad de los órganos jurisdiccionales del Estado, que, constitucionalmente, no puede recibir una concreción mayor. Es el legislador, de acuerdo con las características del procedimiento y de los litigios vertidos en él quien debe configurar esta prestación jurisdiccional. Cualquier otra tentativa que en este sentido se haga, lleva el artículo 24 de la Constitución, peligrosamente, más allá de los que son sus lógicas coordenadas.

      

 


 

 

NOTAS:

(*)Artículo publicado por el CONSEJO GENERAL DEL PODER JUDICIAL DEL REINO DE ESPAÑA en Revista del Poder Judicial nº 5. Marzo 1987

 

(**) Catedrático de Derecho civil. Magistrado del Tribunal Constitucional.

 

 


 


 

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