Derecho y Cambio Social

 
 

 

LA CONSTRUCCIÓN INDIVIDUAL DE SENTIDO COMO MEDIDA DEL DAÑO RESARCIBLE: ¿SABEMOS QUIENES SOMOS?
¿DESCONOCEMOS LO QUE PODEMOS SER?

Osvaldo R. Burgos*


 

“Captar la propia época con el pensamiento es a las humanidades lo que la resolución de dilemas es para las ciencias.”

RICHARD RORTY

 

“Goethe afirmó una vez acerca de las grandes reformas penales del siglo dieciocho: ‘Qué camino no debió recorrer la humanidad hasta conseguir también ser moderada con el culpable, considerada frente al delincuente, humana frente a lo inhumano”

GUSTAV RADBRUCH

 

 

Sumario: I. Introducción: La evolución creadora (el hombre) en la  temporalidad jurídica. II. El ser no jerarquizable. III. (Lo que llamamos) cargas de significación. IV. Nuestra clasificación de los daños (y la justificación de la urgencia del resarcimiento) V. El ánimo y el corazón, apaciguados (una necesidad de la coexistencia, ya advertida por Homero).

 

I.  Introducción: La evolución creadora (el hombre) en la  temporalidad jurídica

Las preguntas del título no me pertenecen. Hace siglos, William Shakespeare las escribió para Ofelia, novia de Hamlet, en carácter de afirmación ante dos pobres reyes hipócritas y en una escena memorable, de infinita tristeza.[1]

Más de una vez; no pocas veces a decir verdad -si es que aquello que sea la verdad existe, resulta susceptible de decirse, y más aún pudiera ser dicho por alguien como yo hoy, ante ustedes, en esta instancia tan trascendente como irrepetible, que motiva inmensamente mi orgullo- más de una vez, digo, me las he apropiado impunemente. Lo he hecho, por lo general, inquiriendo la pertinencia de su postulación afirmativa, para citarlas en apoyo de mis propias posiciones jurídicas y filosóficas en permanente crisis.

Hoy, por el contrario, las traigo aquí a modo de cuestionamientos.

Es decir: en el instante exacto en el que celebramos los veinticinco años del Código que instauró la noción de persona en el centro de la teoría del daño, nada menos; he resuelto dejar de preguntarle a Shakespeare –y, en él, a Hamlet, quien con sus cavilaciones sobre el mandato de venganza que se le impone, como norma, inaugura la posibilidad de construcción de lo jurídico en la cosmovisión occidental- para preguntarnos a nosotros mismos, por nosotros mismos, también.

De tal modo, y siempre que se nos conceda la licencia lingüística de afirmar, legítimamente, la propiedad de un par de dudas existenciales que ya tienen más de cuatrocientos años (¿Quién podría concedérnosla y, también, quién nos la podría negar? ¿Quién sería, en definitiva, el soberano, que no es sino aquel que tiene, por sí, el derecho a darnos, a darse y a negar el derecho?) propongo comenzar a delimitar el campo de sentido que ocupará nuestra charla de hoy, en la identificación de tres planos notoriamente interrelacionados, sucesivos en teoría aunque insoslayablemente simultáneos ante cada llamada práctica de cuantificación de un daño: lo que el hombre es, lo que ha sido, lo que (por acción del daño) ya no será.

La aprehensión del tiempo es uno de los grandes temas del derecho.

La persona, el sujeto legal, los entes surgidos de la hipóstasis; habitan una temporalidad discreta, desandan una serie de instantes sucesivos, definen trayectorias calculables.

El hombre no; su temporalidad es continua, la complejidad de sus posibilidades desalienta el cálculo. Entre el deseo y la memoria, entre la espera  y el reproche, ninguna sucesión le es concebible sin un mínimo de simultaneidad.

Frente a la celebración de un aniversario, por ejemplo. ¿Cómo darnos el tiempo para entender su manifestación en un momento dado –en este mismo instante, claro está- si así no fuera?

Ninguna celebración se agota en su ocurrencia como tal, ni se justifica por su ser en sí, como acaecimiento formal de un cierto presente, al que pudieran (o no) seguirle otros presentes iguales y consecutivos.

Ninguna celebración –y mucho menos la de un aniversario- sería concebible, si se la despojara de la re-presentación del orgullo por lo que recuerda o si se le negara la anticipación, en el anhelo, de aquello aún no advenido: la proyección hacia el por-venir, de su sentido construido en un pasado continuamente actualizado y actualizable, desde la interpretación.

Así, ni siquiera el aniversario de un Código positivo (expresión tomada aquí en el solo sentido de Ley “puesta”, claro está) puede entenderse con el exclusivo recurso a la razón.

El derecho es una actividad humana; los hombres –y no los entes hipostáticos- hacen el Derecho, tienen derecho a hacerlo, además; reivindican ese derecho cada día.

La percepción disfuncional de muchos ordenamientos (filosóficamente distinguibles del C.C. de 1984, en cuanto se sustentan en el patrimonio) suele tener que ver, al fin y al cabo, con una inadecuada aprehensión de la temporalidad humana. 

El tiempo del hombre es, en definitiva, el tiempo de cada hombre: una medida subjetiva sobre la que el sí mismo se construye, a partir del ejercicio de las opciones de libertad.

Para un ser consciente, existir consiste en cambiar, cambiar, en madurar; y madurar en crearse indefinidamente a sí mismo”[2], sostiene Henri Bergson en su obra “La evolución creadora” formulación que algunos –por ejemplo, Max Scheler-[3] sindican como contradictoria en sí porque, dicen, aquello que transmite un impuso evolutivo (y no es, en modo alguno, azarosa la elección de este término, “trans-misión”, siendo que para Heidegger, por ejemplo, lo que se trans-mite es justamente, el ser) supone mutabilidad, en el mejor de los casos, pero nunca creación.

Abreviando los términos sin alterar la ecuación, se podría decir que (para un ser consciente): “existir consiste en crearse indefinidamente a sí mismo”. ¿Pero que es un “ser consciente”, en esta formulación? ¿Consciente de sus cambios, de su maduración, del tiempo en el que uno y otro se manifiestan? ¿Consciente de sus posibilidades de creación indefinidas, aunque limitadas por los modos de la evolución en la que se asientan, pre-sentándose?

Intentaremos volver sobre estos cuestionamientos al final de esta charla.

Podemos aceptar, por ahora, que todo hombre es una promesa de superación; según los términos de Jean François Lyotard, superación que se espera desde la miseria inicial de la infancia. Y que para ser verosímil, cualquier promesa (en tanto creación de sí) debe considerar los límites del cálculo (en cuanto evolución) del que parte, aunque lo exceda.

La idea de evolución indica, o al menos induce a intuir, la existencia de un destino y, en sus posibilidades de predicción, según puede válidamente aceptarse, todo destino reclama para sí, el reconocimiento de su inexorabilidad.

¿Cómo puede ser, entonces, justamente la creación - acontecimiento pletórico de singularidad- el referente del adjetivo elegido por Bergson para modificar semejante expresión de determinismo?

Modificar y, en el acaecer de ese acto irrepetible, modificar/se: tal es la naturaleza de una evolución que guarda, en sí, la incertidumbre de una creación –en condición de posibilidad- que, en tanto prometida, se reconoce condicionada, no puede entenderse ex nihilo.   

En el tránsito de “lo que somos” hacia “lo que (desde su reconocimiento en la consciencia) podemos ser”, el hombre bergsoniano es quien ocurre, pero es también quien espera y quien aspira.

Así, el reconocimiento de la evolución creadora, como concepto nos permite escapar del darwinismo de la línea diacrónica –la mera sucesión evolutiva que contiene, incluso, la posibilidad del darwinismo social- y, ante la llamada urgente a la justicia del resarcimiento, nos enfrenta a la complejidad inigualable de cada damnificado.

En el mismo razonamiento, sin desconocer la manifestación de la relación causa-efecto, expone las limitaciones de la pretensión positivista de imponer su imperio absoluto.

II.                El ser no jerarquizable.

Cada persona sigue una concepción más o menos articulada de qué es lo que le da valor a la vida. El erudito que valora la vida contemplativa tiene una concepción sobre qué es lo que hace a la vida, valiosa; también la tiene el ciudadano que mira televisión, que bebe cerveza y dice “esto es vida” aunque, desde luego, ha reflexionado menos sobre el asunto y está menos preparado para describir o defender su concepción”[4].

El sentido construido en las propias opciones es, cada vez, un acto de creación insoslayable, presente como posibilidad en todo ser humano, en cada instante de su tránsito por la huella común de la sociedad en la que coexiste.

Entendido luego, como un proceso unificado en la articulación de un yo, en particular, solo puede apreciarse desde la ulterioridad (por ejemplo, desde el momento de la manifestación efectiva del daño que se padece) en la apropiación interpretativa del pasado elegido.

Sin una Verdad-modelo a la que adecuarnos, sin una Verdad-fin que perseguir, en el espacio abierto entre el heideggeriano fin de la metafísica y la constatación nietzscheana de la muerte de Dios; nos aferramos a una idea compartida de Justicia. Más allá de la relatividad en su atribución de significado y del sentido elegido en la interpretación actual de las opciones pasadas; hay algo ineludible: una vez ocurrido, el daño es real.

En la decisión común de no convivir con sus disvaliosos efectos puede rastrearse, sin dudas, el elemento fundante de nuestra coexistencia.  No queremos convivir con los daños y ése es un punto de partida innegociable, en nuestra construcción jurídica y social.

Queremos preservar lo que tiene valor, lo que le da valor a nuestro tiempo.  

Pero, ¿es posible identificar algo que, indiscutiblemente y por sí solo, “haga a la vida, valiosa” en los términos de Ronald Dworkin?

Mientras no haya una afirmación absoluta, frente al campo de significación que esta pregunta describe; la diferenciación entre los distintos sentidos de las opciones construidas, será ontológica pero no es jerárquica: fuera de la propia decisión de quien la vive, las existencias no resultan  jerarquizables.

Aún prescindible para la humanidad en su conjunto, cada hombre es, al fin, para sí mismo la humanidad toda. Es más, es su propia idea del universal (“humanidad”)  que lo involucra.

El respeto a la particular construcción de sentido que justifica la historia del individuo dañado (y que, en su apropiación personal de la temporalidad, evita la dispersión y la locura)  supone, en nuestra teoría, la identificación de lo que llamaremos cargas de significación.

Todo daño debe medirse desde la propia víctima, aún cuando el mismo concepto de víctima del daño es, necesariamente, una concepción teórica hacia atrás, elaborada desde las perspectivas del sujeto ya dañado y a partir de la reconstrucción de sus posibilidades abortadas[5] decíamos en un antiguo trabajo, en el que nos planteábamos, justamente, el problema del orden simbólico en la determinación del resarcimiento.

La existencia de una “víctima” supone la (pre) ocurrencia de un daño, que la instituya como tal.

Quien ha sido dañado –y por tanto se instituye como “víctima” en sus interacciones subsiguientes- ya no es el mismo. No es ya quien era, y tampoco, quien razonablemente podía aspirar a ser.

¿Qué son y cómo juegan, entonces, las aludidas “cargas de significación” en el afán de aprehender exactamente el componente simbólico del daño, el elemento no evidente de su manifestación que, sin embargo, suele representar su pérdida más gravosa?

III.             (Lo que llamamos) cargas de significación.

Recurriremos ahora, a fin de intentar una definición de nuestro concepto, a  la cita de un trabajo propio, solicitando a ustedes desde ya, nos dispensen la extensión, tal vez exagerada, de una cita personal.

Y otra vez aquí; ¿Quién pudiera dispensar y dispensarnos con derecho?

¿Cómo disponer de algo así como un derecho a conceder el perdón, sin negar la misma juridicidad en mérito a la cual, tal derecho, se ejerce?

¿Puede un soberano – aquel que da/ se da y niega el derecho, recordemos- diferir, suspender, la ejecución de lo resuelto por derecho? ¿Es, en definitiva, el derecho a perdonar, la expresión última de la soberanía? Si así fuera; ¿es ejercible en conjunto el poder soberano? ¿Cómo podrían ustedes otorgarme, unívocamente, la dispensa que les solicito, por ejemplo?

El perdón es, desde ya, una decisión sobre el tiempo; crea el tiempo del condenado, inaugura un tiempo para él.

¿No niega, en el mismo acto, el tiempo propio de la víctima?

¿Es, en última instancia, posible dispensar sin ser, en alguna medida, cómplice de lo que se permite?

Desde ya, el tema del perdón no configura, absolutamente, una digresión  cuando estamos hablando, justamente, del daño y de las conductas consecuentes a su ocurrencia.

Sin afán de detenerme demasiado en él, me  viene inmediatamente al recuerdo, su  invocación más difundida y estructurante: aquella que requería, se perdonara a ciertos magnicidas porque “no saben lo que hacen”.

¿Es necesario el perdón para quien desconoce lo que está haciendo? ¿No debiera ser la consciencia sobre los propios actos un elemento insoslayable, a los fines de fundar un reproche que, luego, pudiera dispensarse?

Hay, también, ejemplos históricos absolutamente escindidos de cualquier decisión de fe.

Jon Elster, por ejemplo, cuenta que en la transición post napoleónica,

Talleyrand (respaldado por Wellington) persuadió a Luis XVIII de que emitiera la proclama de Cambrai del 28/06, en la que establecía una distinción entre (los seguidores napoleónicos) “los instigadores y autores de esta terrible conspiración” y aquellos que simplemente habían estado equivocados (égarés). Mientras que estos últimos serían perdonados, los primeros serían designados para la venganza de las leyes”.[6]

La dispensa era, así, fundada en la pretensión de atribuirse, por ley, una verdad incontrastable. Es, en cierto modo, lógico: fuera del Verbo unívoco (o de la apropiación política de un poder absoluto, que es su condición de posibilidad), no hay quien pudiera arrogarse la excepción de su concesión ritual sin negar el sistema. Sin absolutismo, en una con-versación plural ningún perdón es posible: ante su concesión, los resabios del daño permanecen.

Esto es todo lo que diremos, por ahora, sobre el perdón.

Sobre la relación entre la ley y la venganza –sin dudas, otro de los grandes temas del daño- volveremos al final de esta charla.

Apelando, entonces y según ha sido dicho, a vuestra complicidad; procedo a transcribir la cita referida:

“Llamamos cargas de significación al alcance de las proyecciones de una acción dañosa, en el tiempo y en la libertad de quien ha sido su víctima. Según hemos esbozado en párrafos anteriores,  tales cargas de significación: a) Se sitúan en el complejo presente de quien ya ha sido dañado. b) Desde allí, viajando hacia atrás en el tiempo irreversible, se remiten a lo que este individuo era antes del daño. c) A partir, justamente, de lo que el individuo era en el momento anterior al daño padecido, se inscriben y determinan su huella probable, hacia aquello que el mismo, por la acción del daño y sus consecuencias, ya no será.

Es decir, que las cargas de significación suponen –ante la pretensión imperiosa de resarcimiento, esgrimida frente al ordenamiento jurídico- un puro acto representativo (y nos permitimos agregar ahora, humanitario, en tanto sostenemos, la humanidad habita en la representación y no en el acontecimiento calculable y mudo) en cuanto se proponen “mensurar” los alcances de un daño, en términos de cuantificación, para determinar (o fijar, o establecer, siempre con vana pretensión de exactitud) aquello que jamás ha ocurrido en el terreno de lo fáctico: lo que el individuo dañado dejó de ser, lo que –por acción del daño- ya no será.[7]

Empeñados, ahora, en la deconstrucción de esta vieja cita (cuya re-inscripción en esta instancia, es preciso recordar, los sitúa a ustedes como mis cómplices, al dispensarme su extensión exagerada) observamos en el texto, algunas señales que demarcan notoriamente el plano de significación ocupado por el concepto definido (lo que llamamos “cargas de significación”) y que, en cuanto tales, nos ocuparán seguidamente:

¿Es, de algún modo, posible deslindar los “alcances de las proyecciones de una acción dañosa en el tiempo y en la libertad”? ¿De qué libertad hablamos? ¿Cómo se afecta el derecho de quienes no pueden esperar el acto de justicia que el propio derecho les promete y, a la vez, difiere, coloca en suspenso, amenaza con negar?

¿Será suficiente respuesta, “ante la pretensión imperiosa de resarcimiento, esgrimida frente al ordenamiento jurídico; un puro acto representativo”? ¿Por qué la justicia que tiene que llegar, que  está siempre por-venir, se presenta invariablemente, portando los ropajes de la urgencia? ¿Es imperioso que así sea? ¿Hasta dónde el tiempo urgente de la pretensión, permite la libertad de resolver sobre (o acerca de) lo justo? 

¿Cómo “determinar (o fijar, o establecer, siempre con vana pretensión de exactitud) aquello que jamás ha ocurrido en el terreno de lo fáctico”?

¿Será lo irrepresentable, uno de los modos de lo urgente? Siendo que está siempre por venir y que no puede apartarse de su carácter de promesa  ¿Puede entenderse lo justo, más allá de su evidente condición futura?

La Justicia, como la Verdad, no es realizable. Un ordenamiento jurídico que se propone su realización como objetivo, niega la temporalidad.

Decir que el objetivo de un Derecho es la realización de la Justicia, importa sostener que ella es siempre posible y que entonces, más allá de la cuantificación, será irrelevante el tiempo en el que su realización se alcance.

Nada resulta más absurdo y, a la vez, más peligroso: precisamente por la imposibilidad de su manifestación en el registro de lo fáctico; la Justicia se llama siempre con urgencia. La imposibilidad de alcanzarla justifica, en definitiva, la continuidad de su búsqueda colectiva. 

En el afán de graficar nuestra propuesta de sustituir la razón abstracta y apriorística de los ordenamientos, por una razón concreta construida, cada vez, en la conversación plural de los involucrados en la re-presentación procesal del daño (conversación que ha de iniciarse siempre, en la metáfora del proceso, a partir de la prescripción lingüística que la Ley supone –y de allí la gran importancia de contar con un Código como aquel cuya vigencia celebramos aquí-) y con expresa remisión a los deseos de quien ha sido la víctima; tal vez pueda servirnos una vieja caricatura del juez positivista, citada por Alf Ross. Seguidamente, se transcribe:

“Este docto funcionario superior está sentado en su celda, equipado únicamente de una máquina de calcular, aunque por cierto, de la mejor calidad. El único mueble de la habitación es una mesa verde sobre la que se encuentra, delante de él, el código. Podemos colocar ante sus ojos cualquier caso, real o ficticio, y el podrá, tal es su deber, establecer con exactitud absoluta la decisión predeterminada por el legislador, utilizando tan solo operaciones lógicas y una técnica secreta que solo él entiende.”[8]

Lo hemos dicho: en la intuición del propio final (la re-presentación inaudita de su propio cese como ser) el ser humano evita la dispersión, y la locura kierkegaardiana de afrontar, cada vez, elecciones nuevas.

En esa unicidad con la que aspira a estructurar su ser, en la reapropiación interpretativa de lo que ha sido y  desde la anticipación del momento en el que ya no será; conquista, también, la angustia del tiempo asumido como lo irrecuperable: si al fin sabemos quienes somos (o, al menos, creemos saberlo, lo que es para nosotros, lo mismo) sabemos, también, que en un tiempo relativamente pronto, ya no seremos.

En su imposición de lo imposible –hoy como elección, mañana como práctica- todo daño a la libertad presente es, también y fundamentalmente, un daño al tiempo futuro.

Quien daña se apropia de un tiempo que no le pertenece (y esa apropiación no es dispensable); la irreversibilidad temporal es, en la angustia de la finitud histórica, un componente sustancial de la carga de significación y no una simple medida de cuantificación adicional.

En tanto permanezca impune, todo daño es continuado y afecta, notoriamente, las posibilidades de respeto hacia el sistema común.

En la complejidad, no solo los jueces juzgan. La víctima, el dañante y todos aquellos que del daño toman nota, construyen (y luego comprometen) su percepción de Justicia, según sean los modos exhibidos etn la imposición respectiva.

Una cierta respuesta ante el daño será, así, nada menos que aquello que justifique, y luego permita la coexistencia social.

¿Serán suficientes, llegada esta instancia, nuestras categorías disponibles, para pensar un mundo cada vez más complejo, en el que las fuentes del daño se replican con dinámica de virus?

¿Nos será exigible hoy –como hace 25 años, surgió de la visión de los hombres que homenajeamos aquí- el esfuerzo de imaginar nuevos instrumentos de aprehensión jurídica para una sociedad en mutación constante?

IV. Nuestra clasificación de los daños (y la justificación de la urgencia del resarcimiento)

La explosión del fenómeno del daño a la persona, que el Código Civil cuyo aniversario celebramos aquí provocara, a partir de la valentía intelectual del profesor Carlos Fernández Sessarego, ha dispersado hoy sus esquirlas conceptuales.

Cada doctrinario, cada jurista, cada operador del derecho, en definitiva, tiene su propia clasificación de estos daños.

Seguidamente expongo aquella que asumo como propia:

1- Daño a la persona con consecuencias patrimoniales

Daño biológico –incapacidad psicofísica- y, luego,

_______________________________________________

2- Daño a la persona con consecuencias no patrimoniales

a) daño al proyecto de vida, manifestado en la resignación del futuro probable, que no nos dejará ser lo que deseábamos,  y

b) daño existencial o a la calidad de vida, expresado en la pérdida de un presente elegido -que incluye, como daño al espíritu, al mal llamado “daño moral” reducido a la esfera del dolor, aflicción, angustia no patológica- que no nos deja “hacer” lo que hacíamos.

Más allá de este esquema –uno entre tantos, al fin- lo que no puede ser objeto de olvido es que, ante cada llamada urgente por un resarcimiento hacia la juridicidad, la disgregación social se pone en juego.

Y ello, porque:

1- todo daño resarcido en defecto supone un residual de impunidad que afecta la credibilidad en el sistema común;

2- todo daño resarcido en exceso implica la causación de un daño por el excedente, en sentido contrario al que se intentó resarcir.

La sociedad misma vive en el tiempo y todos sus equilibrios son forzosamente precarios: no hay que esperar que los conflictos desaparezcan, sino simplemente que se arreglen sin violencia”[9]

Debieran tenerse siempre presente estos extremos en el afán de restauración del orden social, y ante la consideración de las posibilidades creativas sugeridas por la evolución probable y no meramente posible de cada individuo dañado.

La atribución simbólica – siempre individual, aún en su ejercicio colegiado- de “decir el derecho” (dictaminar, firmar un vere-dicto, a-firmar en la promesa latente de una cierta violencia sacramental, aquello que llega a ser propio a partir de un cálculo) no resulta suficiente para garantizar la credibilidad de ningún sistema común. Y ya no se puede intentar ser justo sin escuchar.

IV. Dos simples futbolistas, dos humanos complejos.

Tomemos un ejemplo cualquiera. Tal vez, el primero de los que surgen cuando comienza a hablarse de “proyectos de vida”: el caso de una joven promesa del fútbol profesional. O dos, según veremos.

Supongamos que un plantel de futbolistas se encuentra en los camarines, en los momentos previos al inicio de un encuentro extremadamente trascendente.

Podemos aceptar que se trata del equipo visitante y que, en mérito a la trascendencia del cotejo, los ánimos de los presentes en el estadio y sus alrededores, se hallan notoriamente alterados.  Para agregar cierto dramatismo a la situación, supongamos también que si el equipo local no triunfa, perderá la categoría por primera vez en su historia (como algunas premisas que pueden resultar esclarecedoras a pesar de su falsedad, o precisamente por ella; éste es un dato prescindible pero sustancial a los fines de comprender la representación trágica de nuestro ejemplo: es  llamativo como suele influir el peso de la historia en el ánimo de los seguidores de un equipo de fútbol, enfrentado cada año a la contingencia de un campeonato nuevo).

De pronto se producen disturbios entre los simpatizantes del conjunto local y las fuerzas policiales, muy cerca de los camarines donde los futbolistas de nuestro ejemplo esperan el momento del juego. Una bala perdida impacta contra una de las ventanas que, al explotar, dispersa sus astillas de vidrio hacia el interior; dos de los integrantes más jóvenes del plantel sufren idénticas lesiones.

Lo que sigue es previsible: debido a la magnitud de los disturbios, ya generalizados, la atención médica no llega a tiempo; los daños resultan ser  muy graves y acaban por consolidarse. Ambos jóvenes deben abandonar su carrera y abdicar de sus expectativas en curso de ejecución.

¿Cómo “medir” el daño; esto es, cómo apreciar desde un esquema simplemente correctivo o rectificatorio, las cargas de significación que la renuncia –no ya a un sueño, no ya a una chance, sino a un proyecto cierto y comprobable-  irroga para uno y para otro de quienes pasaran a definirse de allí en más, y ante los demás que le importan, como “ex deportistas”?

¿Podemos, válidamente, sostener la conmutabilidad de sus identidades, más allá de la coincidencia en uno de los aspectos de su ser complejo (el de la profesión elegida para un momento de su existencia)?

En la complejidad mutable de su idea de sí mismos, en la interpretación del ejercicio de su opción de libertad en el tiempo limitado; los hombres definen su existencia en términos de otros (Hamlet diría “yo soy el hombre cuya madre se casó con su tío que es el asesino de su padre”[10]) y, en la actuación de tales posibilidades, ninguna conmutación es factible.

Aún en la identidad de lo visible –el daño material, los bienes y las sanciones adjudicables en el planteo aristotélico-; en el orden simbólico que sostiene la atribución de sentido, toda equiparación deviene notoriamente insostenible.

“No existe una conexión ni explicatoria ni justificatoria entre las creencias (por ejemplo, la convicción de respeto hacia el sistema común) y las acciones; el eslabón faltante está constituido por los deseos[11].

Es decir: somos el Derecho que vivimos pero, también, la Justicia que pensamos. La manifestación del orden común, la intuición compartida que justifica la coexistencia y, en la afirmación de nuestro yo, la percepción individual de esa misma referencia ideática, que situamos en crisis ante cada acaecimiento de un complejo dañoso.

Esencialmente incalculable, insoslayable en su incalculabilidad; la referencia de Justicia impone conocer –ante la angustia de tener que hacerla, cada vez, sabiendo de antemano que su construcción, con las herramientas del Derecho, será siempre insuficiente- aquella imagen que la víctima ha construido de sí misma, a partir de la mirada de los otros y en el sentido de sus propias decisiones históricas.

 “La consciencia no es otra cosa que el otro generalizado, la mirada de los otros en el interior de nosotros mismos. Y, en última instancia, nuestra conducta depende del juicio de ese otro generalizado”.[12]

De tal modo la aspiración cientificista de juzgar las conductas, escindidas de lo que el hombre es –de lo que cree ser, de lo que ha sido, de lo que espera de sí- exhibe los límites metafísicos de su racionalidad a priori.

Necesita -como lo expone, muy gráficamente, la norma hipotética fundamental kelseniana- una ficción convalidante en la que fundar su legitimidad. 

Apela, en última instancia, a un acto de fe (orientado hacia la negación de toda implicancia jurídica, justamente, de la fe)

Aunque pretendan ser aptos para “adquirir derechos y contraer obligaciones”, los entes hipostasiados no sufren daños.

El dolor es prelingüístico (precede a toda norma) y el daño, lo dijimos, es real. La aceptación de la promesa de su resarcimiento es, al fin, la intuición de Justicia que decide la pertenencia al colectivo.

V. El ánimo y el corazón, apaciguados (una necesidad de la coexistencia, ya advertida por Homero)

Una sociedad de víctimas no es habitable: en ella, los eticismos se exacerban, y la juridicidad se niega, prontamente, en su sustitución por expectativas de venganza. Llevado a ciertos extremos, el monopolio del dolor o la intención de apropiarse/de expropiar el conjunto de la dignidad social, suele ser también una vía hacia el totalitarismo.

La historia encierra sobrados ejemplos de perversiones semejantes.

Sin ánimo de involucrarnos en discusiones que pudieran convocar a los apasionamientos –por supuesto, jurídicamente legítimos y considerables, desde nuestra teoría pero ajenos al interés momentáneo, de esta exposición en particular- y siempre, claro está, que ustedes quieran brindarme nuevamente su complicidad en la aceptación de esta decisión; enviaremos nuestra búsqueda discursiva hacia las puertas de Troya, nada menos.

Allí, entendiendo el reparto igualitario del botín como una ofensa a su supremacía guerrera; el semidiós Aquiles adjudica a un simple incidente de faldas (la privación de la compañía de la joven Briseida, que el rey Agamenón decide arbitrariamente, ante la aceptación tácita de los restantes jefes) el carácter de una afrenta. Luego, dispone la sustracción de sus formidables guerreros mirmidones, al esfuerzo común de las tropas aqueas.

Enviado hacia él, en embajada, con la misión de lograr su regreso al combate (adonde volvería por propia decisión, recién cuando fuera muerto Patroclo, a manos de Héctor y con el solo fin de vengar esa muerte) el príncipe Ayante le dice:

Por la muerte del hermano o del hijo se recibe una compensación, y una vez pagada la importante cantidad, el matador se queda en el pueblo y el corazón y el ánimo del ofendido se apaciguan con la compensación recibida.

Compensación, claro está, que desde nuestra perspectiva jurídica puede o no incluir “el pago de una importante cantidad” o limitarse a él.

Lo interesante de esta formulación homérica está, me parece, en haber advertido –aún en aquellos tiempos legendarios- la necesidad de que “el corazón y el ánimo del ofendido” se apacigüen por derecho, en su derecho, para que “el pueblo” –que incluye tanto al dañante como al dañado-continúe con su vida.

Milenios después, Albert Camus, habría de justificar idéntica necesidad: “cuando el asesino y la víctima hayan desaparecido, la comunidad se reconstruirá sin ellos. La excepción habrá vivido y la regla volverá a ser posible”.[13]

Es decir: más allá de la pretensión que pueda esgrimir, frente al orden común, quien se sabe –o se cree- un semidiós; ningún colectivo social se agota en los individuos que lo conforman, por generaciones.

La huella del nosotros  preexiste y trasciende todos los yo, que en ella se inscriben y que a veces, solo ocasionalmente, modifican en algo, los modos de su instauración.

Como la Verdad, como la Historia, como el Perdón, la Justicia del resarcimiento se construye, cada vez, en el ser-representado de la interpretación que exige.

Retomamos, por un momento, aquella cita de Carlos Nino a la que recurriéramos antes: entre la creencia (en nuestro desarrollo, la intuición de Justicia compartida) y la acción (el respeto a las normas) es necesario identificar los deseos, es decir, apaciguar el “ánimo y el corazón”, en términos homéricos.

Ninguna equidad puede imponerse desde una manifestación de fuerza; la misma noción de un vere-dicto es, en este sentido, la manifestación de un optimismo exagerado en la razón positiva.

Solo el convencimiento de una construcción adecuada de lo justo –que, en su formulación colectiva, además, nos considere y nos involucre- va a permitirnos dejar de ser víctimas.

Y en ese proceso de desvictimización reconoceremos, de nuevo, el empeño de  comprometer nuestra credibilidad hacia el nosotros que nos justifica.

Asumiendo el dominio de su libertad relativa, el hombre toma para sí el derecho de exigir la relatividad en la libertad ajena.

Ninguna otra cosa que la ley (punto de partida de la conversación plural y no dogma de llegada) nos permite ser libres; la  predisposición de respeto hacia un sistema común nos define, al fin, como singularidades conscientes.

Singularidades para quienes, en el posicionamiento bergsoniano que citábamos al inicio de esta conversación, “existir consiste en cambiar y cambiar en crearse indefinidamente a sí mismos”.

Y según podemos afirmar ahora, retomando aquel planteo que oportunamente dejáramos en suspenso; tal consciencia es la consciencia de la posibilidad y –en el mismo acto de aprehensión- de los límites de una creación única (la creación de sí) como realización de una promesa extendida en la temporalidad, sustraída al tiempo cosmológico:

a)      Desde la huella instaurada por una juridicidad recibida, con el nombre, como donación irrevocable de la historia, sin beneficio de inventario.

b)      A partir de la asunción de ciertas miradas ajenas, que nos importan más que otras en la formulación de nuestro yo –en una instancia interior y anterior al planteo de Todorov, que citáramos- y a las que, también,  contribuimos a formar en la adopción de conductas aprensibles desde una misma idea de Justicia.

Es en la adopción de este punto de vista, que el aniversario de un Código –y más aún, la celebración del tiempo, esto es, de darnos veinticinco años después, el tiempo necesario para celebrar, justamente, este Código humanístico y de avanzada en particular- no puede entenderse, entonces, como ninguna otra cosa más que como un merecido brindis por la libertad.

Levanto aquí mi copa con ustedes, por ustedes y en honor de quienes hicieron posible este festejo. Salud.

 


 

 

NOTAS:

[1] SHAKESPEARE, William; Hamlet, Acto III, escena V, página 447.  Ofelia (ante Claudio y Gertrudis): “Dios os recompense. Dicen que la lechuza era hija de un panadero. Señor, sabemos lo que somos, pero no sabemos lo que podemos ser. Dios esté a vuestra mesa”.

[2] BERGSON, Henri; La evolución creadora, página 20

[3] SCHELER, Max; realiza esta observación de la formulación bergsoniana en su obra De lo eterno en el hombre.

[4] DWORKIN, Ronald; Liberalismo, constitución y democracia; página 23

[5] BURGOS, Osvaldo R.; El problema del orden simbólico en la determinación del resarcimiento. ¿Es posible justipreciar adecuadamente lo que ya no será? En  MicroJuris Argentina, MJD 4168.

[6] ELSTER, Jon; Rendición de cuentas, página 45

[7] BURGOS, Osvaldo R.; De Homero a Homero Simpson; daños y cargas de significación. La imposibilidad de Justicia en la noción de tiempo discreto, en MicroJuris Argentina, MJD 3365

[8] ROSS, Alf; Sobre el Derecho y la Justicia, página 177, nota a GNAEUS FLAVIUS, Der Kamp un die Rechtswissenchaft, 1906,7.

[9] TODOROV, Tzvetan; La vida en común, página 212.

[10] BLOOM, Harold; Sakespear, la invención de lo humano, página 421, cita de W.H.Auden.

[11] NINO, Carlos S; Derecho, moral y política I. Metaética, ética normativa y teoría jurídica, página 126.

[12] TODOROV, Tzvetan; ob. cit, página 40

[13] CAMUS, Albert; El hombre rebelde, página 330.

 


 

* Doctrinario permanente de  Microjuris Argentina.

Autor extranjero invitado de Persona e Danno (Milán, Italia).

Columnista revista Póliza (Uruguay) y GoSeguros (Bs. As).

Colaborador habitual Suplemento de Seguros de Eldial.com (Argentina).

Docente en Derecho de Seguros de Diario Judicial (Argentina).

E-mail: osvaldo@burgos-abogados.com.ar

 


 

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